Cierto día en una frutería, las sandías se percataron de que los tomates estaban podridos. Los investigaron y, sin más, los arrestaron. El frutero, quien sabía que no solo los tomates, sino también las sandías, papayas y fresas estaban en mal estado, guardó silencio. No era solo la fruta; además, varias de ellas padecían al menos tres tipos de enfermedades y diferentes grados de descomposición. Sin embargo, al frutero solo le importaba vender. Los aguacates y los limones, aunque carísimos, seguían siendo comprados, y al inicio de todo, el negocio prosperaba.
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Con el tiempo, el frutero notó que otros puestos ofrecían productos de mejor calidad, incluso de importación. Entonces, intentó colar su fruta podrida en esos mercados. No tuvo éxito. Algunos clientes dejaron de comprarle, y otros jamás volvieron a adquirirle nada, señalándolo como un comerciante deshonesto.
A pesar de todo ello, era un hombre muy trabajador. Se levantaba al amanecer, charlaba con todos, y hasta había escrito libros, aunque nadie en el tianguis o en el mercado de abastos lo había visto leer jamás.
Cada mañana, antes de que los demás puestos abrieran, ya estaba vendiendo frente a su frutería, creyéndose un gran comerciante. Pregonaba que sus frutas eran las mejores del mundo, aunque bien sabía que no era cierto. Vociferaba por horas, y luego se retiraba a la parte trasera de su puesto, donde regalaba dinero a "los necesitados", muchos de los cuales eran amigos y familiares suyos. De esa forma, comprometía a quienes recibían su ayuda a comprarle su mercancía podrida.
En cuatro años, logró apoderarse de dos tiendas importantes en el mercado de abastos, llenándolas con sus frutos. Sin embargo, había una tercera tienda que no le compraba. Aunque intentó infiltrar algo de su producto allí, no obstamte el dueño lo desechaba en secreto.
Más interesado en adueñarse de ese negocio que en mejorar la calidad de su frutería, el frutero permitió que la suciedad y la corrupción crecieran en su puesto. El mal olor que emanaba del tianguis llegó hasta los centros comerciales y plazas cercanas, cuyos dueños se quejaron con él. Pero el frutero, aunque solo era un empleado del tianguis, insistía en que el lugar era suyo y defendía la soberanía del mercado, mientras repartía a montones el dinero que no le pertenecía.
Recurría a maniobras deshonestas. Sobornaba y amenazaba a los propietarios de otras fruterías, y algunas las cerró. En ocasiones, un dueño de frutería desaparecía misteriosamente, y su local amanecía clausurado. Otras veces, los puestos aparecían inundados de aguas negras. Sin embargo, su única obsesión era conquistar la tercera tienda más grande del mercado. Sabía que su tiempo al frente del puesto estaba por terminar, pero no le importaba dejar el lugar hecho un desastre. Designó a una amiga suya para que lo sustituyera, confiando en que ella encubriría todo el mal manejo de las frutas podridas.
Así, hasta su último día, salió a vociferar frente a su puesto, ya infestado de moscas, hasta que finalmente se fue. Al final, sí consiguió apoderarse de la última tienda, y la nueva empleada comenzó a barrer el frente de la frutería, intentando borrar las huellas del frutero, que había dejado el suelo lleno de pisadas sucias. El panorama en todo el mercado era desolador. No solo en los puestos cercanos, sino en todo el tianguis, el caos reinaba. Solo le faltó incendiar todo el mercado. Pero, a pesar de todo, la nueva encargada era voluntariosa y decidió empezar de cero, aunque no sabía por dónde.